sábado, 18 de junio de 2016

Del azúcar y otras adicciones

En mi casa no comemos muchísima azúcar que digamos. Tratamos de reemplazarla con miel y mascabo, ese tipo de cosas. Porque lo procesado es vil y bla bla bla. Es un modo de vivir más sano, casi no me quedaron secuelas y soy una niña normal. El café lo tomo sin cortar y sin endulzar, canela nomás. 

Hoy festejamos el cumpleaños de mi prima. Mi tía repartió cupcakes para todos y todas, de todo tipo y color y tamaño. Para el que no sepa, el cupcake es la versión Rambo de la madalena criolla. No viene rellena adentro, pero tiene una concentración fatal de colorante, queso crema y azúcar impalpable encopetada arriba, que se queda pringada en tu nariz, en la pera, en los labios y muy probablemente en tu remera. Delicatessen. 

Comer cupcakes es un chino. No hay manera de encararlas que no derive en humillación y lavandina. Ya cuando las ves sentaditas en su bandeja, haciéndote ojitos y ordenadas por color, resuena en tu cabeza: Deshonor, deshonor sobre toda tu familia. Deshonrada tú, deshonrada tu va-ca...

Es por eso que muy sabiamente preferí una discreta torta de zanahorias y hacer de cuenta que no veía el arcoiris de diabetes que me sonreía desde el centro de mesa. Para qué. La torta de zanahorias tenía un relleno que no era crema, como todos asumimos, sino que era azúcar. AZÚCAR. Sin anestesia. Probablemente haya habido algo más ahí adentro, pero ya no importa. 

Más allá de cómo sea en casa, a mí me cuesta hablar con gente que no conozco. Especialmente cuando hay otras personas en el cuarto, prefiero sonreír desde la esquina, explicar qué es lo que estudio en un tono bajo, y quedarme callada el resto de la reunión. Hoy vino por primera vez la novia de mi tío y una prima de mamá que casi nunca vemos, o sea, día de discreción para mí. En fin.

Medio pedazo de torta después, tenía los ojos dilatados. Exagero, ni idea si estaban dilatados todavía. Pero cuando perdí la concentración que me protegía de la tentación de los colores (Ah! Colores!)  ahí sí, no respondo de ellos. Armé un desparramo. Un cupcake, dos cupcakes al hilo. No importó que fueran de los chiquitines. Todo me causaba gracia, todo era motivo de debate. Barboteaba ochenta palabras por segundo. Hablemos del clima sí, pero también de mis profesores que claramente no conocés y de tu madre y de cine y del perro que tuve cuando era chica pero que odiaba porque llenaba todo de baba y era medio gil. (Volvé Tweety, te queremos!)

¿Vieron cuando se dice que no hay que darle azúcar a los chicos, porque se pasan de vueltas y no hay quién los contenga? Era un chico. Había probado el azúcar y, estando bajo la supervisión de... de nadie porque teóricamente yo era adulta, había consumido un 270% más de lo que el cuerpo de una chica de mi edad puede procesar. Si hubiera estado en un ambiente más grande, habría corrido en círculos. En cambio gasté la energía extra hablando incluso más y más fuerte sobre más temas. Con la excusa de que se tenía que dormir, agarré la beba, la alcé, y la sacudí de arriba abajo, girando sobre mí misma en la cocina. Mientras tanto, cantaba a voz en cuello arias de ópera, temas de Brandi Carlile y algún que otro arrorró acelerado, sin ningún orden particular estipulado y violando todas absolutamente todas las leyes de la dignidad musical. 

Después de un rato, nos fuimos. Puse música y tardé un tiempo en darme cuenta que el estéreo no funcionaba y que estábamos escuchando del celular nomás, colectivo style. Me costó apagarla, porque cuando entré al auto me había autoenrrollado en mi poncho y me había sentado encima, haciendo todo movimiento imposible. Llegamos y no me acordaba cómo se usaba el secarropas. Había que apretar un botón nomás, al parecer. 

No quiero seguir aburriéndolos con detalles, pero ya se los imaginarán.  

Sí quiero poner énfasis en una moraleja. Madres, denle a sus hijos azúcar. No vale la pena sacrificar dignidad por salud. 

viernes, 3 de junio de 2016

Temas Recurrentes y Problemas de Irrigación

Perdón la tardanza. Pondría "tengo una vida de la cual ocuparme" como excusa, pero mi papá me enseñó que poner excusas y mentir son de mala educación. Y para los que protesten al final de esta entrada: Sí, soy una mujer un tanto agresiva. Tengo rachas. Entremedio prometo ser un amor y cocinar galletitas. No prometo compartirlas.

Probablemente, las mentes más brillantes de entre ustedes lo hayan deducido. A los que no, les cuento, absteniéndome de comentar sobre sus capacidades de observación. El tema recurrente de este blog es el tren, pero porque en el tren yo escribo. Mientras avanza, mi mano se acalambra, el cuaderno se descuajeringa, y mi lengua se seca de tenerla afuera al costado de la boca por el esfuerzo. Soy una dama. Es casi una hora que puedo dedicarme a luchar contra un pulso de porra, las siete capas de abrigo del día, los gritos de los vendedores ambulantes, y la locutora imperturbable esa bendita que me explica por vez nueve millones que la próxima estación, Victoria, conecta con el canal Diesel a Capilla del Señor. 

...Porque escribir es mi pasión, aparentemente. Los resultados del test vocacional no mienten, así que mi cerebro tendrá que llorar calladito y la mano ponerse a laburar nomás.

El proceso entre vagones es muy parecido al que vivo A Pedido del Público cuando algún zapallo me pide que escriba la novela esa. Sólo que en el vagón eventualmente media idea por lo menos se me cae. Y ahí viene el problema, pero antes tengo algo que decir al zapallo aquél, que bien sabe quién es: no se me cae una idea para escribir una entrada en un blog, te parece que puedo escribir una novela? Vergüenza te debería dar. 

Vuelvo.

El problema de escribir en un tren se puede explicar comparando. Pónganle que el cerebro es como una gran zona  por donde el agua circula. Hay gente que tiene un campito de lo más pulcro, regado a través de algún sistema que Dios sabrá cómo hicieron para instalarlo, pero que llega a todos lados con sus acequias de perfección por donde el agua fluye. Nunca se seca, nunca se atasca. Ordenadita y funcional, flor de irrigación. 

Después estamos los que, por alguna razón, tenemos dentro del mate un dique. Lo armó algún iluso que se creyó que así iba a juntar algún chorrito de algo. Ya no importa qué, agua, Fanta, vino, lo que venga. Me paso todo el día achicharrándome al otro lado del dique, al sol del desierto facultativo. Pero, cuando llego al tren, un corcho que hasta entonces no sabíamos que estaba se salta, y blerp. Toda el agua sobre el papel. Ochenta mil temas inundan el pobre lado deshidratado de mi cabeza, que se olvidó lo que el agua era y ya no tiene manera de absorberlo. La vuelca entonces como puede, en un desquicie de ojos muy abiertos y lenguas acalambradas. Son cincuenta minutos de tren que vuelan, y son quichimil retazos que tienen que ser hilvanados de manera relativamente coherente.

No hay manera de plasmarlos todos; no hay salvavidas que valga. A manotazo limpio nomás garabateo lo que se pueda, teniendo en cuenta el largo del trayecto y mi capacidad para concentrarme en un solo tema, que debe estar rondando el nivel mojarrita. Es una lucha entre no querer perder los detalles y no perder los otros chorrines que borbotean del agujerito ese. Porque poner sólo las ideas nunca funciona. Después llegás a tu casa y tus inscripciones tipo "cebra rusa color verde claro pisa un rascacielos con moño para atrás" no significan nada ya.

La cabra de la inspiración -porque algunos días negros, la inspiración es una cabra- te abandonó otra vez, y en el proceso se comió tu lápiz.