martes, 29 de marzo de 2016

OPERACIÓN: Zapatos

"No quitéis a la leona sus cachorros, ni alejéis a la osa de sus oseznos, ni a la petigordi de sus zapatos" Los Árboles Mueren de Pie, Beethoven, 1032.

NOTA: Mi madre y yo nos llevamos realmente muy bien. En serio. Y ella es buena, algunos dirían que demasiado. Menos cuando se convierte en Stalin. Aunque sea por mi propio bien, yo no apruebo sus métodos cuando se transforma en dictadores georgianos. 

Érase una tarde de paz y tranquilidad, de estudios de lengua nazi y sorbidas antihigiénicas de bebidas en calabaza, cuando de repente... entra mi madre. 

-"¿No notás algún cambio en este cuarto?"

A decir verdad, desde hace un mes y medio que mi cuarto era Kosovo. Desde que volví cruzando el charco, no lo ordené a fondo. Al contrario, los duendes que viven debajo de mi cama y entre las cortinas se las habían ingeniado para desparramar aún más cosas de las que deberían ser físicamente posibles. Porque soy una mujer adulta que ha madurado y tomado las riendas de su vida. Claramente. 

Así que sí. Sí había notado un cambio. Se veía el piso, por lo pronto. (Oohhh, que marrón más bello!) Por lo no tan pronto, había visto una bolsa en la entrada desde la que se asomaban cosas mías. Cajas, por lo que alcancé a vislumbrar.  (Cuando se lee "entrada", entiéndase "la puerta del costado", porque esta mujer madura, dueña de riendas, no lleva llave de su domicilio en su mochila. La manzana muy lejos del árbol no cae.)

Fue así cómo no me preocupé demasiado. Esas cajas hacía falta tirarlas, y mi madre nunca jamás cumpliría su amenaza de tirar todo a la bosta si no ordenaba. Todo eran risas y juegos hasta que Stalin, quien hasta entonces se había mantenido de incógnito, me avisó que se había llevado también mis zapatos, los que estaban afuera del ropero. Ah, el ropero. Esa cárcel nefasta y obsoleta que impide que los zapatos sean libres de caer y dormitar donde les plazca. 

Si alguna vez pensaron, o me oyeron decir a mí, que yo era una mujer equilibrada sin apego a lo material... Les diría que muchas gracias. Y después me reiría como la loca desquiciada que soy, mientras me aferro desesperadamente a un montón informe de cosas inservibles y chatitas aplastadas. 

Déjenme que les dé un poquito de información explicativa que probablemente no quieran. Cuando una tiene la tendencia y mala costumbre de subir y bajar de peso de la manera más drástica e insalubre, los zapatos son puerto seguro. Son la luz que ilumina el día, más allá del sol. No importa cuán estirados estén tus suéters ni cuánto te parezcas a un leberwurst en esos pantalones, tus zapatos siempre te van a entrar. 

No, no necesito un psicólogo. Ya fui y no me cayó bien. ¿Porqué preguntan? ¿Y porqué están contra la esquina con esa cara de susto? ¿A quién llaman con esa urgencia che? Qué número corto el que marcaron...

Con febril desesperación, entonces, marché al cuarto de mi madre y demandé mis zapatos sean devueltos. No hubo caso. La mujer que me dió a luz seguía en Stalin mode. Me pidió que me fuera, riéndose con jolgorio, porque le estaba llenando el cuarto de malas vibras y ella estaba ocupada haciendo otra cosa. Probablemente rellenando el formulario para que la acepten en Las Brujas Anónimas de Salem, pensé con resentimiento. Pero tiempos desesperados requieren medidas desesperadas. Con paso resuelto me acerqué a su cama y le inyecté, con dos dedos, todas pero todas mis malas vibras. Porque soy una mujer equilibrada y madura, claro está. Son los frutos de una educación liberal.

Ya no tan gozosa, me dijo me me fuera a mi cuarto y escriba las razones por las cuales ella se dignaría a devolverle a su hija, que resultó ser Gollum, sus preciosos. Todavía estoy pensando la lista políticamente correcta que escribiría una mujer madura que sujeta las riendas de su vida. Mientras tanto, me escondí con los duendes de la cortina, hice un nudo marinero con las riendas, y escribí esta.

RAZONES POR LAS CUALES ME DEBERÍAS DEVOLVER MIS ZAPATOS:

  • Te llevaste uno solo de cada par. A ver, a Cáritas no le sirve uno de cada. Y yo el otro no te lo voy a dar. Entonces... Protejamos tu fama en el centro de Acción Social y olvidemos este incidente. Win-win.
  • Te llevaste mis dos zapatos verdes. Uno de cada, recalquemos. Si no me los devolvés voy a tener que usar mis otros zapatos verdes, que son oh casualidad, botas de goma. Pasado algún tiempo, voy a tener un olor a pata insoportable. Nadie me va a querer ni me va a contratar, por lo cual voy a vivir siempre en casa. Nadie te va a visitar, porque tu casa hediría. Vamos a ser dos amargadas viviendo solas en casa, con nuestra relación madre-hija quebrantada por un par de zapatos. Zapatos distintos, encima. 
  • Además te llevaste mi zapatilla de deporte. Una. O me la devolvés o no paso por la puerta de lo gorda que me voy a poner. Voy a pasarme el día cocinando. Las cosas van a tener gusto a pie, por lo que tampoco vas a poder comer. Yo sí, porque voy a estar anestesiada. Va a ser un círculo vicioso. La única salida radica en que  me devuelvas los zapatos.
  • Te llevaste además una funda colorada. Ahí estaban mis anteojos. "Gorda ciega con olor a pata destruye su hogar" no es una buena tapa de diario. Pero podría pasar, mujer, podría pasar. 
  • Prometo que me corrijo de mis malas costumbres y dejo de lado el lenguaje soez. Puedo empezar a decir "Oh, heces ligeras de cascos trasladadas en embarcación". O puedo no decir nada. Y lo puedo decir en castellano.
  • Voy a ir a la noche a inyectarte todas mis malas vibras en la almohada. Te las voy a inyectar en alemán, y te vas a despertar con la cabeza hecha una tortilla. Retroceder nunca, rendirse jamás.
  • Quiero mis zapatos.
Quiero agregar que, en el fondo, ella tiene razón. El que avisa no traiciona. Pero mi ira no atiende a razones, ni a fondos, ni a avisos. Por lo menos los primeros veinte minutos. Ya se me pasará.

lunes, 28 de marzo de 2016

El tango de un pobre diablo

Unos cuantos de ustedes sabrán por experiencia propia lo que ya les conté. En el tren hay una serie de personajes desprovistos de autor que los haga dialogar. Ellos toman, nomás, el vagón por escenario y algún cantito por guión. Con el tiempo, uno llega a ubicar -decir conocer sería un poco pretencioso- a estas personas. Registra, guarda y, porqué no, cataloga sus gestos, sus reacciones. Les toma también un poco de cariño. Si uno tiene mucho tiempo libre y poco sentido de la privacidad (mea culpa) intenta imaginar cómo son sus vidas cuando se bajan en la estación y rumbean para sus casas. No ahondemos mucho más. La cuestión es que termina uno tienéndolos bastante incorporados, y le resulta fácil identificar a alguien nuevo en sus horarios.

Hoy al mediodía, mientras sin ver miraba ensimismada las canas del de adelante (nos pasa a todos), escuché un tarareo de una voz que no conocía. Busco. Junto a la puerta está parado el que vende resaltadores. ¿Habrá pirado y cambiado de oficio entre estación y estación? Pero no, él no es. El cantante pasa al lado mío, empuñando un bastón blanco y arrastrando un poquito los pies. Está vestido de negro y lleva una gorra encasquetada hasta las pestañas. Va cantando bajito, con la mano extendida hacia adelante, pronta a recibir una moneda. 

Me quedo mirándolo. El viejito ciego que canta suele ser otro. Como soy de los que no tienen sentido de la privacidad y sí tiempo, trato de adivinar de dónde viene, cómo llegó, cuántas estaciones viajará con nosotros. 

De repente, lo impensable. 

El señor de los resaltadores lo palmea en la espalda cuando llega a su altura y lo saluda. 

-"Satanás"- estupor general -"¿cómo está, Satanás?"

La lógica me grita que es un apodo. Inoportuno y hasta un poco cruel, pero apodo al fin. A lo sumo, algún nombre puesto, Dios quiera, sin pensar. 
La curiosidad poco práctica se pregunta una serie de cosas. ¿Qué pensó el que lo recibió en el registro civil? ¿Estará pidiendo en el tren porque lo desheredaron los padres, porque se quería cambiar el nombre a Miguel? ¿Qué si alguna vez es nuestro presidente y hay que presentar en las Naciones Unidas al Presidente de la República, el Dr. Satanás? ¿Cómo le decían los amigos cuando era chico? Si la chica que le gustaba le preguntaba el nombre, ¿se lo decía así nomás, sin anestesia? Y si la relación prosperaba, ¿no dudaría la chica cuando le pregunten si toma a Satanás por esposo? ¿Cómo le cantaban el feliz cumpleaños? Si la pidiera, ¿le darían una visa para entrar en Estados Unidos, o se la negarían por temor a un ataque terrorista de tipo metafísico? Se imaginarán los que me conocen la cantidad de preguntas irrelevantes que se me cruzaron por el mate. Los que no, les cuento: muchas.  

Pero esas preguntas son para mañana, porque hoy predomina mi ingenuidad. Y hoy, Lunes de Pascua, decido que, después de ese Triunfo sobre la Muerte, Satanás se quedó sin laburo, y está cantando tangos en la Línea Mitre para costear su derrota. 

lunes, 21 de marzo de 2016

Las tres contorsiones: el transporte público

En mi caso, es el subte. Los martes, el tren. En el tuyo, quizás ninguno, una combinación de los dos, o algún licuado de colectivo. (Casi) todos -y todas- tenemos esta relación diaria de amor/odio con el transporte público y sus tres contorsiones.

---Primer contorsión, a nivel físico.

Entrar suele ser todo un desafío. Segundos antes de que se abran las puertas, ya se siente, se palpa la tensión. Te sorprendés a vos mismo buscando al más débil para entrar antes. La viejita, el chiquito de primaria, la de las muchas bolsas... Pará, pará. Civilización y barbarie; teóricamente pertenecemos a la primera, no? ...No? Suena el pitido, interrumpiendo la lucha entre el instinto y lo que fuera que te impide sucumbir a tus arranques psicóticos. Se bajan los pasajeros. A la voz de aura nos subimos a los ponchazos, pero civilmente por favor. A no darle razones al padre del aula para que nos tache a todos de gauchos brutos y nos haga regar la tierra. Es hora pico, no hay más lugar, argumentarían algunos. Los que sucumbieron (imos) al brote psicótico responderían con una risa febril. Lo hay, lo hay. Caderazo va, empujoncito viene; de repente somos todos amigos cariñosos y contorsionistas. El brazo ahí, la pierna un poco más allá, la cara en la nuca de algún señor con mucho calor. Y si te arrepentiste, y querés esperar al próximo, pues... pues qué pena. Ya arrancamos, así que tendrás que ir así nomás, con el centro de gravedad en dudosa correlación con tus dimensiones. Arranca. Usás músculos que no sabías que tenías para contrarrestar los suaves, suavísimos vaivenes de la lata donde te ensardinaron. Te agarrarías de algo, pero eso no es un privilegio concedido a las sardinas. No a las del medio, por lo menos. 

---Segunda contorsión, a nivel espiritual.

Si, ya sé. Lo intelectual debería venir antes. Pero los cánones de la filosofía no se aplican a tu estado de sardina en blazer.

Una vez que por lo menos uno de tus pies halló una estabilidad relativa, se te empieza a estrunjuñar el alma. Ya los habías visto antes de subirte, pero estabas demasiado ocupado controlando tu brote psicótico como para realmente fijarte en ellos. Son la madre con los tres bebes que piden pañales, el hombre con la pierna infectada que no tiene trabajo, la viejita ciega que te canta para pagar sus remedios. Quizás las historias que cuentan no son verdad. No estás en posición de juzgarlos. Tampoco estás en posición de buscar la billetera en la mochila, la verdad que está imposible. Y si no lo fuera, no podés darle algo a todos. Son demasiados. A lo mejor, una oración por ellos, por sus familias. pero no siempre nos acordamos...

---Tercera contorsión, a nivel intelectual. 

En un esfuerzo sobrehumano por darle un fin más útil a ese tiempo que pasás en tercera posición de ballet, te llevás los apuntes de la clase, algún libro, el diario. O la mente en blanco. Lo que fuera, se te complicó el minuto en el que se subió el viajero del pasado. El pobre nunca conoció los auriculares. No pudiendo sobrevivir un minuto sin algo que le ocupe las ondas sonoras, nos aplica a todos lo que sea que le guste escuchar. No suele ser Beethoven. Te arrepentís de haberle dado esos pesos al último estrujador de almas que pasó, en una de esas le habrías comprado al señor este unos auriculares de esos que te están vendiendo a voz en cuello por veinte, treinta pesos, vean qué calidad señores. Omm... Volvamos al texto, volvamos al texto... Pasado un rato te resignás. Después de todo, procesar cualquier cosa al mismo tiempo que un solo tambor siempre se hizo cuesta arriba. Ni te cuento si no es un solo tambor, sino toda la murga. Dejás el cuaderno -o, si sos una sardina testaruda, dejás a Kant o a Aquino- y te concentrás en la gente. Tratás de adivinar de dónde vienen, a dónde van. El señor ese seguro seguro trabaja en un banco. Ese de allá tiene pinta de abogado. Ella debe estar estudiando... psicología? Uy, che. La viejita de al lado, la misma que al principio casi fue víctima de tu tan temido brote, no tiene lugar para sentarse. El reservado a jubilados lo ocupa el de la murga ambulante, o alguna que no tiene tiempo para mirar para arriba, porque claramente hay que mirar el celular y sólo el celular. Los dos miran para abajo o se hacen los dormidos- bah, quizás duermen de verdad; la tercera posición nunca fue una desde la cual uno puede juzgar- cuando la señora amaga a sugerir un cambio de lugar. 

Pero ya casi estamos. La próxima es la tuya y te tenés que apurar a llegar cerca de la puerta, porque es una historia más o menos parecida al salir.      

2016

lunes, 7 de marzo de 2016

Soneto

Otro de los trabajos de Periodismo. Después de haber protestado la clase anterior sobre nuestra corta capacidad intelectual, la profesora nos encarga un soneto.

Recuerde que hace dos cortos meses
Profesora, nos dio un trabajo escueto.
Lo mal que nos fue lo superará con creces
Su deseo de escribir un soneto.

Ténganos ahora piedad y comprenda,
Que por más que haya buena voluntad,
No podremos hoy cumplir su encomienda,
Sin perder por un año la libertad.

Bien quisiéramos nosotros
Saber satisfacer su demanda.
Sin tener que pedir ayuda a otros.

Si a un olmo peras no le pediría,
Ni a un general que vuele de flor en flor,

¿A quién en tal proeza embarcaría?

domingo, 6 de marzo de 2016

La mentira a usted suministrada

De los tres meses de periodismo, uno de los ejercicios más interesantes. Nuestro deber era tomar u poema ya escrito y, manteniendo las funciones de las palabras y el orden (Por ejemplo, primera línea: Preposición, verbo, negación, verbo) componer un poema nuevo, exento de rima. Acá, el mío.

Para saber no busque
Sabios, fuentes, escritos.
¡Qué cosas más obsoletas
la pregunta, el pensamiento!
Deje hoy los descubrimientos,
Las cuestiones, los tratados.
Usted no los entendería solo,
Exentos de notas al pie,
Indigeridos por ningún otro.
Los necesita simples, explicados,
Didácticos: cuentos.
Descanse que, cuando llegue el momento
Y nosotros indiquemos,
el saber estará a su alcance.
Y, cuando quiera descubrir quién es usted,
Las verdades que añora,
Las metas que lo inspiran,
Buscaremos sus respuestas,
Sus métodos, sus sentidos.
Aprenderá mamando todo
Lo que nosotros le daremos
Desde nuestra cátedra de saberes rebajados.
Y, satisfecho con el engaño temporal
Del intelecto insultado, de la verdad simplificada,
Del genio mutilado, lo dirá:
“Yo la realidad comprendo,
decido YO.”

La mentira a usted suministrada. (1933-2015)


Catalina O’Reilly- catalinama.oreilly@gmail.com

sábado, 5 de marzo de 2016

Pichón; entre huéspedes y anfitriones

¿Quién no trajo alguna vez, empujado por afanes de héroe y fábula, un pichón o algún animalejo lastimado a casa? ¿Y a quién no le dijeron, con toda la buena intención, que no iba a durar mucho, no sea que nos encariñemos?

Mi hermanita Sofi fue una vuelta a buscar una amiga para jugar y trajo en vez uno de esos pichones.
-Es huerfanito- anunció- estaba tirado en el piso. ¡No se lo robé a nadie!- Por favor. Como si a alguien se le fuera a ocurrir semejante barbaridad de este... angelito.

-Se te va a morir- dijimos los mayores, sin mirar siquiera la bola de plumas que traía entre las manos la benjamina.

-Qué pájaro deforme- sentencia Jorgito. Sofi defiende a su protegido, diciendo que con el tiempo se le va a pasar, que es porque es pichón nomás.

-Eso si llega a ser pájaro, para mí que se muere en una hora- Pedagógico el hombre.

-¿Y qué si no?-

Que sí, que no, que sí. El ping-pong de veterinarios amateurs y peleadores profesionales me fastidia y me interrumpe la laboriosa tarea de mirar al techo desde una cama sin armar. La madre de nosotros seis borregos no está estas dos semanas. Ya que las dos más grandes tampoco están, asumo el rol autoproclamado e inmerecido de hermana mayor.

-Córtenla.

Otra que al pichón, ni me miran y siguen. Que está muy flaco, que yo le voy a dar de comer, que es muy feo, que vos también. Que qué le vas a dar, si vos no sabés nada, que acá hay una lombriz así que pasame la licuadora.
Jamás de los jamases, en esa licuadora me hago yo limonada de menta.

Desisten con lo de la licuadora. A Sofía la dejan más o menos en paz y se van. Inmola el sombrero tejido por mamá para la muñeca y lo usa de "nidito".

Pasa una noche. Me despiertan seis de la mañana Sofía y Agus con unos susurros. Susurros de los roncos que se escucharían del otro lado de una cancha de rugby con los All Blacks haciendo el Haka con micrófono. El pichón de Dios dejó regalitos en la cama de Sofía. Que amaahr.

Mientras almorzamos, Sofi comenta que no logra que su emplumado coma. Y eso que es raro, opina el comité general de protección al ave, las calandrias siempre comen de todo. A la hora de la siesta me asomo curiosa a la caja del pichón, que a todo esto yo, firme en mi rol autonombrado de hermana mayor, no había visto una sola vez.

No era chiste ni prejuicio lo de "pichón feo". En mi vida he visto algo más deforme. El bicho tiene todavía plumón, pero ya despuntan algunas plumas adultas. Patas grandes y flacas, cuerpo chico e informe. Lo peor es la cabeza. Mirando así nomás, se ve el pico característico de un pichón, ancho como el cráneo mismo del animal, casi que retorcido, paliducho y gordo. Asqueroso de feo. Antiestético como mínimo, aberración de la naturaleza si se lo mira con honestidad. No me decido si tiene los ojos abiertos o cerrados, si es ciego de un ojo o si tiene más ojos de los que normalmente se asignarían a una calandria. Mirando de cerca...

-No puede ser- me digo.- Eso no es normal ni para vos, pichón.

Tiene en el lado izquierdo del pico/cabeza, tres globos. son parte suya, me fijé bien. Quería saber si uno era el ojo que no encontraba, quizás está infectado. Pero no, ahí está el ojo. Además, estas cosas tenían plumón encima. Pobre, le comento. Sos feo en serio. Feo y todo, la cosa tiene que comer. Además, es tierno en su fealdad. Me mojo el dedo y trato que abra el pico para meter la gota. El pichón, que hasta entonces no había hecho más que piar y popó, no dice ni mú. Consigo, después de media hora, que tome agua y que coma un poco de pulpa de tomate.

Le cuesta, es evidente. Es una mezcla curiosa entre fortaleza y debilidad. Por un lado, se niega a abrir el pico. Por otro, no puede mover la cabeza cuando yo le fuerzo el pico abierto con una hoja en un intento de hacer que trague el tomate. Lo del agua es mucho más pacífico. Con todo este proceso y contra todo pronóstico, termino yo revisando el animal y sus especie de ampollas, haciéndole mimitos con un dedo y buscando comida para que pique. Me encariñé con el bicho, y paso a ser yo la del "que no pase frío, que coma..."

A la noche, después de que Sofi se haya ido a dormir, lo voy a ver de vuelta. Se ve el lado derecho nomás, pero no si respiraba o no. Roto la caja. Y ahí veo.

De las tres "protuberancias" emplumadas que había, dos siguen iguales. La tercera, la del cuello, había... evolucionado. Está más blanca, sin plumas, gorda y brillante y... ¡Se mueve! El gusano retuerce la mitad visible del cuerpo, mientras la otra mitad sigue dentro del pichón.

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Maureen, ya de vuelta, se hace cargo. Agarra la caja y la da vuelta en el terreno baldío de enfrente. Completamente revuelta y atontada, la sigo yo de atrás. Comento que mañana se lo íbamos a tener que decir a Sofi. Pero las dos sabemos que la enana ya se aburrió, que le importan un bledo pichón y los gusanos que ya había visto, y que la única zapalla que quedó encariñada soy yo, que tuve que abandonar huéspedes y anfitrión en un potrero.

No dejen a los chicos juntar pichones en la calle, es una trampa.