viernes, 18 de noviembre de 2016

Salud y bienestar ocular.

Son dos las razones por las cuales me estoy fumando el cumpleaños de los chiquitos de al lado- incluidos el inflable, las piñatas y llantos en un nivel decibelístico que debiera ser ilegal. La primera es que, adentro de la casa, está muerta mi familia. La mitad por lo menos. La otra mitad está missing in action y no tiene pinta de estar volviéndose hasta que la cosa no aclare.
Les cuento cómo es la cosa. Los tres pseudo cadáveres que teóricamente son mis hermanos están tirados cuan largos son –que no es decir poco- en camas y sillones, desde hace varias horas. Temperatura corporal promedio: 40 ºC, remarcada por un suave matiz verde espárrago, con probabilidades de náuseas y vaya uno a saber qué mongolios más. Papá estaba muy parecido desde hace rato también. Voy a suponer que se siente mejor igual, siendo que tuvo fuerzas para agarrar el auto e irse a potrear por ahí. Cada uno lidia con los virus como mejor puede che.
(¿Eso es reggaeton?¡Los del cumpleaños están escuchando reggaeton!¿Cuántos años tienen?¡Volvé María Elena, te perdonamos!)
Al tener yo una cantidad inusitada de anticuerpos (ha de ser la falta de ejercicio) me agarró muy suavecita la peste. El sábado a la medianoche fue. Como a una Cenicienta cualquiera. De repente se me quebró la voz y sprench, afónica hasta el jueves. En seguidita me dio un escalofrío. Confesión: tengo, además de muchos anticuerpos, la mala costumbre de no llevar abrigo a ningún lado. Ya lo estoy tratando con un experto, tranqui. En fin, así anduve, de estornudo en estornudo hasta el miércoles.
La segunda razón por la cual estoy sentada afuera con Mayco sentado sobre mi falda haciéndome muy pero muy difícil el tipear es que hay sobre la mesita de la entrada una bolsa abierta de pepas. Gente enferma + azúcar adentro mío = caos, llanto y rechinar de dientes. No. Hoy, nada de pepas.
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Acabo de recibir una puteada. Al parecer, cuando los niños están enfermos, no hay que escaparse a escribir a una zona pepaygermen free. Hay que quedarse adentro, mimarlos y tomarles la fiebre.
…Mala mía.
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Estas circunstancias y el tiempo libre que genera el tener que estudiar para los finales me pusieron a pensar en la bendición que es vivir en estos tiempos de la medicina. Más allá de la malignidad de los microondas y lo cancerígeno del Ketchup, estamos viviendo una época increíble para la salud. Piénsenlo. Hace algunos siglos, una gripe así de fuerte habría volteado a más de uno. Gracias a Dios, ya no más. ¿No?
No. Minga.
Déjenme que les dé un poco de contexto. Acuérdense de que yo no soy de llevar mucho abrigo a ningún lado. Esto no es sólo porque soy un desbole, sino porque además porque paso realmente mucho pero mucho calor. Todo el tiempo. El verano es para mí –no voy a decir tortura porque es exagerar un poco y ya cubrí mi cuota mensual- fastidio supremo. Una calor…
Para contrarrestar un poco las temperaturas hago lo que todo el mundo. Ropa livianita, faldas cortas –mirada fulminante de papá- faldas no tan cortas, sandalias. Un poco más de calor, sale cortada de pelo. Un poco más, y fuera anteojos. Aunque no lo crean, dan calor los hijos de mil. Y ahí nomás empiezan todos mis disgustos. Porque el calor en Buenos Aires no sólo es un ascah, sino que además es indeciso.
El martes amanecí en lo de mi hermana. La noche anterior había tenido clases de teatro hasta bien entrada la noche (en mi vocabulario eso significa más tarde que las nueve) y esa mañana salía museo en el culis mundis con la facultad. Me desperté, me soné la nariz, armé diligentemente la mitad de la cama. Después ya me rendí. No funciono sin ver. Si no veo no escucho bien, contrario a lo que anden diciendo por ahí. No puedo pero ni pensar. Me puse el lente de contacto derecho y, con el ojo todavía abierto, miro para un lado, miro para el otro. Blink. Genial, fantástico, está puesto, sigamos. Lente izquierdo: bien grandes los ojos, boca abierta, un dedo apoyado sobre la ceja, el otro sobre el cachete, un último sobre la pupila. Miro para un lado, miro para el otr—Estornudo pantagruélico irrumpe en escena. Lente izquierdo was no more.
Ésta es la historia de cómo la versión light de ese virusucho casi me salva de rendir este diciembre, fletándome al juicio particular.
Créanme que traté. Pero a los diez minutos la cama, de manera muy poco cooperativa, decidió transformarse en Moby Dick, imposible de subyugar. Me tuve que sacar el lente derecho porque la diferencia era asesina. Así, ciega, tanteé buscando mis llaves, encontré el ascensor y me lancé al suicidio a la aventura. No quiero aburrirlos con mis cuentos de lo que fue encontrar los colectivos, ni de lo cerca que estuve en convertirme en figurita de colectivo, ni de cuán al ñudo fue la ida al museo. Decí que te dejaban pegar la nariz a las vitrinas. Más tarde ese mismo día, Mili me pasó a buscar por Tigre. Una cosa es ir al museo sin anteojos, llegar a Retiro sin anteojos, treparte al tren que va a Tigre sin anteojos. ¿Pero una vez en Tigre? Forgenchit. Hay demasiado río dando vueltas.
No encontré más el lente izquierdo. Se fue. Me abandonó. Me prometió el sol y  la luna y me los dio borrosos. Todavía lo lloro, algunas noches. Decí que en Tigre tenía más en la cajita. 


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